jueves, 11 de agosto de 2011

Sigue brillando, Diamante Loco

    Era un día lunático; el clima estaba enloquecido. Hacia las cuatro de la tarde el sol había barrido las nubes y el celeste de un cielo límpido y claro se imponía. Tres horas atrás había caído una tormenta fugaz pero de una enorme fuerza que me sacó de un sueño profundo y, como siempre, placentero; abrí los ojos, di unas vueltas en la cama y volví a dormir aguzando el oído para poder registrar la claridad de la cortina de agua que bajaba furiosa en la intemperie, sobre el suelo, los techos, los autos, y que se movía al antojo de las impiadosas ráfagas de viento que soplaban como vendavales.
    Ahora daba la sensación de que aquello había sido una quimera, o solo un sueño que me había sorprendido en mi lecho, ya que el tiempo había cambiado abruptamente. Me asomé al balcón y vi como los rayos de sol reposaban sobre los techos y sobre el asfalto, como intentando remediar lo que horas atrás había provocado su antítesis. No me sorprendió para nada esta especie de bipolaridad del clima, ya que muchas veces lo había visto y también sufrido.
    Al salir, una leve brisa hizo ostensible una atmosfera más cálida y húmeda de lo que imaginaba y no pude evitar la evocación de un día primaveral; mi espíritu revivió. Los últimos meses del año vinieron a mi memoria y el veloz correr del tiempo también. Comencé a caminar hacia el garaje. Alcé mi vista al cielo para intentar desentrañar algún augurio que pudiera revelarme el clima de las próximas horas; saldría en moto y para alguien que viaja en moto este punto es, y debe ser siempre, de suma importancia; ser un aguacero motorizado no es nada agradable. El sol velaba detrás de una enorme nube que parecía el Everest, cuya ensombrecida composición contrastaba con los fulgurantes haces de luz, creándose una especie de halo divino en su cima que dividía el cielo en dos: hacia el oeste dominaban las nubes oscurecidas, que se atiborraban en toda la extensión del horizonte; hacia el este la claridad de un cielo brillante me empujó a emprender el camino.
    Me lancé por Pienovi, crucé el Puente Victorino La Plaza y seguí por la Avenida Velez Sarsfield. Luego doblé en Santo Domingo y me vi inmerso en la zona menos próspera del barrio de Barracas; en ese momento emanó de mi interior una nostalgia pura, pero sorprendentemente agradable. Durante todo el viaje no supe a que atribuir esa sensación, si a sus calles desoladas, alfombradas por un empedrado agudo y movedizo que parecía ser lo único que le daba cierta vitalidad al barrio; a sus derruidas casonas antiguas, dueñas de una triste belleza; a las innumerables fábricas, abandonadas como despojos; o solamente a esa especie de manto grisáceo que reviste cada cuadra, cada manzana, cada calle y hasta a las mismas personas que por allí transitan,  que con sus pasos alicaídos y sus semblantes consternados, logran ser merecedoras de esta característica natural del barrio. Doblé, luego, en Santa Magdalena hasta que me topé con Australia y giré a la derecha para encontrarme con la avenida Pinedo, la cual varias cuadras adelante convergería con la avenida Carrillo, sobre la cual terminaría el recorrido.

***
 
    Dejé la moto en frente; me quedé parado un tiempo, inmóvil, calculando los siguientes pasos que daría. Para poner un pie, el primero, dentro del perímetro de la inconmensurable institución, debía atravesar un enorme portón por donde también ingresaban los vehículos, y que estaba custodiada por una garita. Al ver al personal de seguridad me sentí frustrado; las posibilidades de que mis anhelos se amputaran prematuramente eran altas. 
    Pasé delante de la garita; dentro se encontraba una mujer de seguridad, que ni siquiera atinó a detenerme aunque fuese un momento para la habitual interpelación, que yo creía y esperaba, insoslayable. Sorteada la primera instancia seguí adelante y con cada paso se acrecentaba ante mi vista la inscripción que coronaba la entrada principal del edificio: “Hospital Interdisciplinario Psicoasistencial Dr. José T. Borda”. De inmediato llamaron mi atención unas banderas que pendían de las puertas que escoltaban a la principal; una había sido enarbolada por la Asociación Profesionales del Borda y llevaba estampada la siguiente exclamación: “EL FRÍO MATA. QUEREMOS EL GAS YA”; la otra clamaba: “NO AL CIERRE DEL NEURO”, y había sido alzada por SUTECBA (Sindicato Único de Trabajadores del Estado de la Ciudad de Buenos Aires).
    Hacía tiempo que pensaba en visitar la institución en la que ahora me encontraba; muchas veces había pasado por allí subido al 45 y se me hacía imposible evadirme de ese enorme predio enclaustrado tras los paredones inacabables que lo circundaban; una sensación tétrica se apoderaba de mí al ver los edificios en ruinas que se levantaban tras aquellos muros, totalmente desfigurados por el deterioro natural de las construcciones, de la materia; pero sobre todo, por la desidia y el abandono de los funcionarios de la ciudad, de una gestión nefasta que aprueba el desmoronamiento de su infraestructura edilicia, factor de vital importancia para llevar adelante de manera adecuada, es decir, humana, los tratamientos, el bienestar y la recuperación que merecen los pacientes que recurren a este centro de salud mental, y sobre todo, los internos que allí viven; entre ambos rondan las dos mil personas, sumando al Borda y al Moyano.
    Claro que todo esto tiene un propósito, no existen políticas inocentes e ingenuas, y las que pretenden tomar este cariz son las más perversas y sínicas. No son poca cosa las cerca de cuarenta hectáreas que hoy les pertenecen a estos hospitales y que es la causa evidente que los convirtió en mártires y rehenes de una despiadada especulación inmobiliaria, debido al giro insólito en la tasación del sur de la ciudad, zona históricamente marginada, de la que Barracas ha sido uno de sus barrios protagonistas, lo que trajo consigo un auge inmobiliario del cual los empresarios se aferran con el ahínco de sanguijuelas famélicas.  
    Ingresé al hall principal que se encontraba vacío y me dirigí hacia la mesa de “Informes”; una señora rubia que vestía un guardapolvo azul me atendió cordialmente y le pregunté en qué momento podía traer algo de ropa para los internos y a donde debía dirigirme.
- Hola. Mirá, lo más conveniente es que te acerques algún sábado a la tarde que está la gente de La Colifata, se juntan en el fondo; tenés que ir por el segundo hall hasta el fondo y se juntan allá atrás, en la casa azul y amarilla. Ellos están de dos a seis.
    Me pareció lo más conveniente también, ya que nunca se sabe en qué manos se está depositando la colaboración y si ésta llegará al destino realmente deseado. Me reconfortó mucho la sugerencia de la señora de los informes, Edith, que además interpuso en mi camino otro de los deseos que tenía desde hacía tiempo: presenciar un programa de la tan aclamada Colifata; quizás podría encontrarme con algún Nietszche o algún Tanguito, un Wittgenstein o “el lobo estepario”, un Artaud o un Syd Barrett.
    Antes de salir le pregunté si podía recorrer un poco el lugar y me dijo que a esa hora estaba todo cerrado, así que me invitó a que volviera por la mañana. Nos despedimos y salí. Miré el cielo y note un nuevo cambio: las nubes ahora colmaban todo con sus colores y formas acechantes; parecían venirse encima del mundo para envolverlo y finalmente engullirlo.
    Caminé hasta un mural que pude distinguir a lo lejos, el cual ponía un fin colorido y multiforme a la plazoleta anterior al hospital. Numerosos rostros habían sido incrustados allí a fuerza de pinceladas, y junto a ellos, se reproducían mensajes que firmaban a cada obra: “Dejame volar, sino como veré la tierra”, “Under elite and great soul”, “La esperanza sos vos mismo”. Contemplé todo el mural con minuciosidad y me detuve en un par de retratos: uno constaba de tres artefactos que se ubicaban uno al lado del otro y eran de un inmaculado color blanco; parecían heladeras o lavarropas, pero tenían caras y en ellas anteojos; vestían guardapolvos y corbatas color carmín: eran los médicos. El otro retrato que me atrajo representaba a un pequeño hombrecito, en cuyo rostro no había más que una cavidad, una mancha negra; era una boca excesivamente desplegada que parecía liberar un grito, o más bien un terrible y desesperado alarido que aquel hombrecito ahogaba en el lugar más recóndito de su interior. El mural era obra de los pacientes. Más adelante supe que esto era apenas un poco de todo el arte y la creación que palpitaba en aquellas cavernas.
    Hacia la derecha de aquel muro se abría un portón, celado por un guardia, que permitía la entrada a los parques ceñidos por numerosas calles, por donde paseaban (o vagaban) los internos de las distintas unidades. Sin rodeos me acerqué al guardia y lo encaré antes de que dijera nada; pensé que así iba a poder aplacar la postura autoritaria que suelen demostrar, ya que además, a primera vista y atendiendo a mis prejuicios, no parecía nada amigable. Me presenté y le dije que era estudiante.
- ¿Se puede pasar?
- Adelante –me respondió afablemente desde su asiento, mientras extendía un brazo como para abrir la senda que se extendía frente a mí, y que debía seguir para introducirme allí-. Mirá, si tenés estómago, allá en las escaleras hay un interno que deberías ver –se quedó mirándome desafiante e indignado por la situación que me había señalado; sentí que me revelaba algo que lo afligía y que no podía extirpar de su cabeza, y que necesitaba compartirlo conmigo para así intentar aliviar un poco su pesadumbre.
- Si te pide plata no le des –sentenció.
    Comencé a caminar muy lentamente. No sabía hasta donde podía llegar, hasta donde quería ver. Me fui acercando a dos hombres que estaban a un lado del camino por el que me movía, y que se encontraban enfrentados; desde mi posición parecía que mantenían una charla amena y fraternal. Cuando me acerqué y los pasé por el costado, los pude ver en silencio e inmóviles, con sus miradas desencontradas, incrustadas cada una en un punto en el cual parecían estar pasando cosas extraordinarias, dada las expresiones en sus caras.
    Seguí avanzando, pasé por la escalera que conducía a una de las entradas y no vi al hombre que me había indicado el guardia; no estaba allí. Seguí caminando hasta que una buena porción de parque se enfrentó conmigo y decidí sentarme por ahí a fumar un cigarro. El cielo se ponía cada vez más sombrío. Los pacientes que por allí merodeaban, algunos con pasos cansinos, otros con sus cuerpos temblorosos y otros tan solo inmóviles, parecían espectros que flotaban cerca del suelo sin llegar a tocarlo. Un pibe se acercó y pasó frente a mí; lo saludé y giró su vista. Emitió un sonido que no llegué a distinguir, pero que fue la respuesta a mi saludo. Se acercó. Era flaco y alto, parecía de mi edad; tenía el pelo largo y negro, recogido en una especie de rodete; vestía un sobretodo negro, miraba con ojos somnolientos que lo hacían parecer algo aturdido.
- ¿Tenés un faso? –fue lo primero que dijo.
- ¿Cigarros? –contesté con ingenuidad.
- Sí –me dijo, algo inseguro.
- ¿Cómo andas? ¿Paseando un poco? –le pregunté mientras sacaba un cigarro.
- Sí. Está lindo… ¿Vos qué hacés? –me preguntó y pude darme cuenta que sabía que no pertenecía al lugar, que no parecía ser uno de sus compañeros
Me quedé mudo. ¿Qué podía decirle? ¿Vine a ver que hacen, como se comportan, la sordidez en la que viven?... ¡No! Sentí un profundo asco por el solo hecho de pensar que estaba allí como una especie de turista y ellos como “las cosas raras” que me entretendrían un rato; me sentí un ser repulsivo. Todavía no sé por qué se me cruzó ese pensamiento perverso por la cabeza; quizás por la observación inesperada que hizo de mí, dejando al descubierto mi condición totalmente ajena a ese lugar, aunque yo no lo sentía del todo así; siempre pensé que solo hace falta un pequeño impulso para llegar allí, y yo pude sentir esa oscilación varias veces; lo grave sería no haberlo sentido nunca. Lo cierto es que había ido para no desentenderme de aquella realidad de mierda que estaba sufriendo el hospital, para ver si podía colaborar y cómo podía hacerlo. Solo le pude decir que era estudiante de Comunicación.
- Viniste a ver qué onda –con gran lucidez dijo lo que yo tendría que haber dicho si hubiera podido sintetizar, sin quedarme estupefacto, toda la explicación que había pensado segundos antes-. Allá, en el portón rojo hay estudiantes de Comunicación.
- ¿Ah si?… ¿Te ayudo? –después de verlo intentar fallidamente hacer funcionar el encendedor, le prendí el cigarro-. ¿Cómo te llamás?
- Ezequiel. ¿No tenés fasito, no? –me preguntó otra vez y me sentí un idiota al no haberlo comprendido de entrada. Había sido tan directo que, inconscientemente, me evadí de la pregunta.
- No, no tengo. Pero… ¿podés fumar; no pasa nada? –le pregunté con suspicacia.
- Sí, me encapucho y listo –comenzó a caminar con una sonrisa en su cara, mientras hacía el ademán de ocultarse bajo la capucha de su abrigo.
    Lo seguí con la mirada mientras se alejaba; inesperadamente se me cruzó la figura de un viejo que salía de atrás de un enorme ombú. Se veía muy mal; caminaba despacio y arrastrando los pies, mientras sostenía su pantalón harapiento. Cuando giró y me dio la espalda vi que la parte trasera del mismo estaba rasgada, dejando al descubierto su sucia desnudez; de la parte inferior del pantalón colgaban dos bolsas de nylon que contenían algo. De inmediato imaginé lo que podría haber sido y me estremecí. Estaba absorto, conmovido, profundamente apenado; no podía creer que hubiera gente así, viviendo así, en ese cruel estado de abandono. ¡Estaba en un hospital!... ¿o no?
   El embiste de un fuerte viento me despabiló, observé como los destellos comenzaban a propagarse tras las nubes negras. Miré alrededor y el viejo ya no estaba. Me levanté rápidamente y me dirigí hacia la salida, donde me crucé otra vez con el guardia que seguía sentado, custodiándola.
- ¿Y? –dijo.
- El hombre que me dijiste, el de la escalera… ¿es el que anda con los pantalones rotos y todo sucio?
Lo afirmó moviendo la cabeza; la expresión que afloro en su cara me decía: “viste… ¿lo podés creer?”. No, realmente no podía.
- ¿Cómo puede ser que viva así? Es un indigente en lugar de un paciente. ¿Y los enfermeros? ¿Y los médicos?
- Se rascan –sentenció-. Ellos llegan, cumplen su horario y se van; a veces ni siquiera lo cumplen y se van antes. Si podés venir el jueves o el viernes a la mañana te puedo llevar a ver esa unidad para que veas cómo viven. No vas a poder comer por una semana.
    Le dije que volvería y lo buscaría. Se llamaba Carlos.

*** 

    Volví el jueves; era un día resplandeciente, parecía que todo brillaba bajo un cielo celeste y armonioso, la calidez era transportada por placenteras brisas que acariciaban todo a su paso. Esperé en la entrada principal de cara al sol, para que sus rayos entibiaran mis huesos. Tenía que encontrarme con un colega con el que habíamos planeado la visita, ya que un amigo suyo, “el Fafa”, estudiante de psicología, colaboraba allí pero en la panadería del hospital. Todo este tiempo -porque la idea se había gestado varias semanas atrás- habíamos proyectado un encuentro con él para lograr un mejor acceso al lugar, sin embargo nunca se concretó. Ahora nuestro hombre era Carlos.
    Juan apareció unos minutos después. Caminamos hacia la entrada en la que había encontrado a Carlos aquel día, pero que ahora vimos custodiada por tres guardias de los cuales ninguno era nuestro hombre. Volvimos a la entrada principal y allí estaba, lo pudimos ver cerca de la garita del portón; estaba controlando la entrada de los vehículos y una compañera lo ayudaba con la tarea. Decidimos esperar a que estuviese solo, ya que temía comprometerlo al revelar el acuerdo que habíamos hecho días atrás.
    Nos quedamos parados a la espera del momento indicado. Yo le clavaba la mirada con fuerza, como una fiera agazapada, con la concentración de un mentalista que pretende llegar a los pensamientos sin mover un dedo; quizás después de un rato la sentiría y voltearía hacia nosotros y recordaría nuestro pacto. Nada de eso ocurría.
    Repentinamente se nos acercó un muchacho, parecía de nuestra edad, que llegó caminando apaciblemente, con las manos en los bolsillos, al ritmo de pasos desdeñosos pero decididos.
- Que tal muchachos. Como andan –de forma abrupta me sacó del clima de severidad; nos dimos la mano-. Que andan haciendo ¿Quieren ir al Centro Cultural?
- Eeemm…dale, vamos –respondimos casi sin pensarlo.
- ¿Son “estudiosos”? –nos preguntó, aunque noté que sabía que así era.
Le dije que estudiaba Comunicación, me dijo que el también estudiaba Comunicación en la UBA, pero que además era músico, tocaba la guitarra, el piano y la flauta, también escribía y pintaba; quedé realmente admirado, era evidente que el pibe estaba inspirado y lo celebré. Le preguntó a Juan en donde estudiaba:
-  En una escuela privada... la Escuela de Cine de Eliseo Subiela ¿lo conocés? –respondió.
- Mi tía es productora; está trabajando en Italia. Estoy viendo si me voy para allá a trabajar con ella –dijo Axel. Así se llamaba nuestro anfitrión.
    Mientras hablábamos nos escabullíamos por los pasillos esquivando gente y cosas, y más gente; giramos unas cuantas veces: derecha, izquierda, izquierda, esquivo, derecha. No pude ver mucho alrededor, solo me arrastraba entre las palabras que iban y venían sin parar, mientras nuestros cuerpos se deslizaban inertes.
    Salimos del edificio y nos encontramos de cara al parque en el que había estado en mi primera visita.
-  Esto se va a poner a la tarde, van a venir chicas de la Universidad de La Plata, vamos a poner música, vamos a tocar la guitarra; se va a poner –anunciaba Axel, excitado por el pronóstico de las próximas horas-. Ahora no pasa nada. Si pueden vengan a la tarde también ¿Van a venir?
Fuimos condescendientes y dijimos que sí al instante. Axel supo transmitirnos su emoción y no teníamos nada que hacer más tarde. Seguimos avanzando por el parque que había cambiado totalmente ante mis ojos, se veía repleto a comparación de aquel día indómito y tormentoso en el que sólo vagaban los espectros.
-  En una semana me dan el alta – dijo nuestro guía, sin apartar la mirada del camino.
Quedé algo conmocionado ante su ataque de honradez, aún cuando de manera muy poco seria ya había fantaseado con esta posibilidad, la de que un interno nos estuviera conduciendo allí dentro y de que ese piloto fuera Axel. Por otro lado, nunca hubiera pensado seriamente que se trataba de un interno, desde el momento en que nos topamos con él, un pibe lanzado, con gran seguridad en sí mismo, muy cordial y extrovertido, un loco simpático, que nos encaró como al paso, como leyendo en nuestras caras, en nuestras presencias lo que buscábamos. Luego de su confesión yo también me consideré uno de ellos. “Me tomé dos pastillas y pensaron que me quise suicidar, dos Alplax de dos miligramos. Me quisieron encajar un hijo que no era mío”.
    Seguimos cruzando el parque a paso tranquilo, pasamos por la casa azul y amarilla en donde se emitía el programa de la Colifata. Era el sitio en el que se armaba la fiesta, donde confluían abiertamente las ideas, los pensamientos, la imaginación; el infinito vuelo de las mentes sensibles, de las almas desnudas de los pacientes.
-  ¿Te puedo preguntar algo? Y discúlpame si te falto el respeto –Axel se dirigió respetuoso a Juan-. ¿Tenés un faso o alguna tuca?
¡Jaque! Esa escena ya la conocía. Juan estaba ahora en la misma situación en la que yo había estado. Sonreí disimuladamente.
-  No…sabés que no. No tengo acá. Pero… ¿está todo bien con eso? –preguntaba ahora Juan.
- Si, si. No pasa nada.
    Vimos a Ezequiel sentado en un banco, solo, fumando un cigarrillo. Tenía los ojos rojos y vidriosos, de los que se desprendía una mirada interminable que atravesaba todo pero que se clavaba en un solo punto. “Ezequiel”, le dije y se despabiló súbitamente; balbuceó algo como la última vez; pareció la respuesta a mi saludo. Axel también lo saludó, sorprendido.
    “Acá hay gente que no tendría que estar acá”, decía nuestro guía, luego de dejar atrás a uno de sus compañeros a quien nos presentó y saludamos. “Él es el único que tiene el apellido “Fraimovich” en el país; si no la pone y tiene hijos su apellido desaparece; y por eso está acá”.
    Al fin llegamos al Centro. Era una enorme casona que parecía de campo; en la entrada había sillas y mesas, rodeadas por muchas plantas y un hermoso pasto, en donde se encontraba un grupo de personas tomando sol y disfrutando tranquilamente del día; se percibía un clima agradable y fraternal. “Mirá eso, allá”, exclamó Axel y apuntó a la escultura de un elefante de gran tamaño que estaba a medio terminar a unos cuantos metros del lugar; “la hicimos en una semana; yo le hice una pata”.
    Nos metimos y nos saludamos con todas y cada una de las personas que había por allí. Fuimos directamente a la parte central del caserón, que me pareció más descomunal aún, cuando apareció ante mí un enorme patio techado; era como un galpón pero que refulgía por el brillo del cielo, que bajaba e inundaba todo. Quedamos boquiabiertos cuando empezamos a recorrer con aguda vista panorámica el manantial de colores y formas, de cuadros que se derramaban por las paredes, desde el techo al piso, en las cuatro paredes y en todos los lugares en los que era posible acomodar alguno más. Mis ojos rebotaban en sus cuencas de una lado a otro, no podían quedarse quietos y posarse por un minuto en una sola obra, iban y venían sin parar. “¿Les gusta? ¿La están pasando bien?”, nos preguntaba Axel con entusiasmo, al ver nuestras caras pasmadas. Axel era un gran anfitrión, sabía cómo hacerlo y parecía complacerse con su pequeña pero enormemente honrosa tarea; daba la sensación de que lo hacía seguido con los curiosos que llegaban, con los “estudiosos”, como los llamaba él, o con quien eventualmente estuviera dispuesto a emprender el recorrido y poder disfrutar del arte del Centro Cultural; gracias, Axel.
-  Vamos arriba, hay un laberinto que si lo cruzás le podés escupir al cura que está del otro lado. ¿Quieren ir? -nos invitó sin perder tiempo; con Juan nos miramos entre risas y nos pusimos en marcha sin dudarlo.
    Volvimos hacia las escaleras que habíamos cruzado antes, cuando nos dirigíamos al enorme patio; se encontraban a unos pocos metros de la entrada, en un costado. Eran de madera con escalones extensos y firmes, podían subir casi tres personas al mismo tiempo, una al lado de la otra. También había una que bajaba pero que se encontraba obstruida por una reja superpuesta a modo de barricada, en la que se clavaba un cartelito impreso -uno de los tantos que luego me encontré por allí- que advertía: “Solo se permite el ingreso a personas con el ano dilatado”; el autor de las gracias era el artista plástico Pedro Cuevas, impulsor del espacio en el que nos encontrábamos, trabajador social del arte y artista, que siente al arte como un movimiento de cambio, de comunión y libertad; nos contaba Axel.
    Al llegar arriba dimos con una especie de balcón que bordeaba el patio. Me apoyé en la baranda y roté lentamente mi cabeza ciento ochenta grados, una vez y otra vez; la fotografía era maravillosa. Un sector del balcón se encontraba lleno de agua pútrida, “pedimos donaciones al gobierno para arreglar estoy y ni bola”, nos decía Axel con frustración. Llegamos a la otra sala que era menos luminosa y estaba más derruida; allí los murales dominaban la escena por sobre los cuadros; expelían colores fascinantes y formas que se transformaban todo el tiempo; estaban en movimiento permanente. Sobre la sala, en el suelo, se disponían unas maderas curvadas, que parecían persianas, ubicadas verticalmente para formar los caminos del laberinto que se extendía de una punta a la otra de la pieza. Lo atravesamos exitosamente y los tres escupimos al cura; un maniquí vestido de negro que estaba acomodado detrás de algo así como una mampara de madera. “¿La están pasando bien? ¿Van a venir a la tarde?”, nos repetía Axel.
    Mientras bajábamos me topé con un nuevo cartelito: “Si está sufriendo un ataque de pánico, disimule”. Nos cruzamos con otro compañero de Axel, nos presentó y nos dimos la mano.
- Que tal. Juan –se presentó mi camarada.
- No, Carlos –dijo aquel tipo bajito y regordete, mientras lanzaba una tierna mirada y dibujaba una sonrisa de niño. Nos reímos todos a la vez de la ocurrencia involuntaria de Carlos.
    Salimos y afuera el sol nos cegó; con pasos lentos retomábamos el camino. Vimos al Fafa que llegaba a nuestro encuentro; nos saludó a todos mientras festejábamos lo maravilloso de la existencia del Centro Cultural.
-  ¿Viste eso? - le dijo a Juan señalando al elefante.
- Todavía no está terminado…yo le hice la pata –prorrumpió nuestro querido anfitrión.
Estábamos de vuelta por los pasillos del edificio; Axel me contaba que se tenía que ir a comer… “y después escupo la medicación”. Era descabellado saber que estaba allí por unas pastillas, y que su recuperación dependiera de más pastillas todavía; Axel tampoco entendía esa ostentosa contradicción. Me contó que tocaba en una banda, “Crazy Diamond”, pero que no tocaban temas de Pink Floyd; hacían “hard reggae”; me explicó que era como el género hard rock, pero con reggae. Finalmente habíamos vuelto al punto de partida, “van a venir más tarde ¿no?, vengan que se va a poner, miren que los espero…palabra eh”.
    Nos despedimos agradeciéndole infinitamente el habernos llevado a aquel enorme rincón que palpita en el Borda, y que se propone abrirse al mundo lunático que se agita del otro lado, afuera, y que entre ambos nada tienen de extraño. Recordé un tema de los Doors, su melodía comenzó a vibrar en mis oídos y un verso sacudía mi cabeza: “La gente es extraña, cuando tú eres un extraño”. 


R. Vásquez Acevedo

      

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