martes, 19 de julio de 2011

El Vacío del Alma

  Cierta vez me encontré con mi alma. De alguna forma había logrado trascender lo etéreo de su existencia para cruzarse en mi camino. La hallé en un rincón oscuro y recóndito de mi interior, un sitio lúgubre y frío. Allí se encontraba, trémula y desolada; se veía marchita y temerosa, con una materialidad difícil de concebir, pero al mismo tiempo con cualidades completamente opuestas a las que yo había imaginado. No resplandecía como yo creí, ni tampoco irradiaba el calor abrasador que muchas veces pude sentir dentro de mí, y que sin dudas atribuía a su presencia tan poderosa e infalible. Sin embargo, deduje que en un tiempo no tan lejano había sido así, ya que mantenía una débil intensidad en su ya tenue brillo, que con cada segundo se ensombrecía más y más. Lo pude advertir también, cuando intenté tocarla y mi mano solo traspasó su diáfana corporeidad como a un espeso vapor; sentí entonces una tibieza que tendía a helarse con el paso del tiempo.
  La escena que allí presenciaba me dejó pasmado; comencé a sentirme presa de la angustia y la desesperación, porque supe que una parte esencial en mi agonizaba. Advertí que éramos uno y que el tormento sería el mismo para mí también.
  Luego de un instante reaccioné. Debía encontrar el origen de aquel sufrimiento. Sin siquiera pensarlo lancé la pregunta: “¿Cual es el motivo de tu aflicción, Alma mía?”. La respuesta no tardó en llegar; una voz gutural exclamó: “He perdido a mi amor, al fuego que ardía en mi interior, mi único alimento. Es por eso que mi tiempo se acaba; me extinguiré inevitablemente”. Me quedé atónito; mi Alma prosiguió: “Tú también te hundirás en un abismo, ya que ese amor fue “nuestro” amor; tuyo también; al igual que lo es este dolor que ahora ocupa su lugar y que pronto acabará por fulminarnos”.
  Mi mirada aturdida se hundió en la nada en busca de una escapatoria, o de otra realidad; una que fuera capaz de concebir. Mientras tanto, solo una cosa se cruzaba en mi cabeza: ella, mi amor; su rostro, sus ojos, su cuerpo, todo su ser. Ahora, ella se desvanecía frente a mí, al igual que una exquisita melodía que logra estremecer el aire con sus vibraciones para luego esfumarse en la quietud, en el silencio.
  Comencé a retroceder. Súbitos temblores atravesaban mi cuerpo. Al instante me precipité en una corrida frenética y fue cuando todo a mí alrededor comenzó a sucumbir; todo se derrumbaba. Más desesperado y atemorizado que antes, me esforcé aún más para intentar salvarme; sin embargo nada sucedía, no había respuesta, no podía avanzar ni un paso, estaba estancado en el mismo punto. Al fin, el suelo cedió bajo mis pies y caí. Mientras una oscuridad espesa me envolvía y la sangre borbotaba en mis venas, un vacío me penetró llenando mis entrañas...mi respiración cesó.
  Abrí los ojos al tiempo que me retorcía salvajemente. Me encontraba tumbado en la cama, empapado de un sudor frío y con el corazón a punto de estallar. Miré a mi costado y mi cuerpo desfalleció aliviado; estabas allí, tan hermosa y radiante como siempre, como eres, mi amor.
  Me cobijé en tus brazos y soñé contigo, mientras la llama ardía con ímpetu y su fulgor nos iluminaba en nuestro lecho.


  R. Vásquez Acevedo



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