martes, 5 de julio de 2011

Le Pathos. Le Amour

  La ansiedad había agotado su cuerpo. Eran cerca las cinco de la mañana, y no había pegado un ojo. No podía dejar de pensar en que diría, como lo haría, como debía ser el juego de palabras que lanzaría como aguijones llenos del veneno de su resentimiento, desilusión, de su dolor y desengaño, y otros tantos sentimientos que tiempo atrás habían comenzado a arder en su interior, engendrando un odio en estado puro que cada vez se volvía más incontenible. Sabía que sus argumentos tenían que ser tajantes, para poder vulnerarlo en la primera arremetida.
  Cuando dejaba de contemplar sus propios pensamientos, su mirada acechaba el rostro dormido de Claudio que cada tanto se tornaba risueño. Una furia desenfrenada la colmaba y su cuerpo ardía hasta que cada poro se le hacía agua. Ya no recorría con dulce mirada los suaves trazos de su cara; ya no se quedaba absorta ni su boca dibujaba la sutil y tierna sonrisa que antes le contagiaban sus pensamientos de enamorada, al contemplar por horas a su amor infinito. Ahora solo podía ver a un ser grotesco y despreciable, como un bufón que con absurdas muecas y espantosas risotadas intenta seducir a una deliciosa y dócil fémina. Todo lo que él hacía, decía y hasta pensaba (porque ella estaba segura de saber sus pensamientos, o gran parte de ellos) la exasperaba, y ya no lograba disimularlo. Claudio se había transformado en el sinsentido que atormentaba cada segundo de su vida.
  Muchas noches había pasado Malena en ese insoportable estado, siempre acumulando valor y más odio, jurando una y otra vez concretar las maniobras que había planeado celosamente y así poder respirar nuevamente la gloria de la vida, porque ella no estaba “viviendo”, todo lo contrario. Pero ahora estaba más segura que nunca que ese día había llegado.
  El precoz piar de un pajarito la distrajo. Una brisa cruzó la habitación y alivió su cuerpo inflamado. Tendida boca arriba, el cielorraso era el lienzo en donde ahora se desplegaban sus pensamientos.



                                                           
  La tarde se tornaba más y más calurosa, y la gente se inquietaba en las calles; el asfalto parecía deformarse ante las pisadas fatigosas de los transeúntes que se cocinaban lentamente a cada paso; el aire caliente y viscoso se respiraba con dificultad y aumentaba aún más la desesperación de los organismos.
  Me sentí algo afortunado esa tarde; las circunstancias me permitieron despojarme antes de tiempo de mi tedioso trabajo. De todas maneras, hacía tiempo que mi cabeza no estaba allí. Hacía tiempo que en mi mente solo resonaba el estruendoso ser de Malena y la metamorfosis que venía sufriendo. Había sido el astro más maravilloso que pude contemplar, pero ahora esa estrella estaba muriendo, colapsaría irremediablemente y la devastación sería total; podía vislumbrar la desolación y la eterna oscuridad que sobrevendría en mi alma.
  Comencé a caminar ligeramente para alejarme del centro y de la muchedumbre caótica, que ya reflejaba una situación muy parecida a la de un hormiguero atacado por niños revoltosos. No quería estar allí. Estaba sediento y no pensé en otra cosa que una cerveza; compré también cigarros y papelillos. Quería encontrar un lugar en donde pudiera estar tranquilo, así que caminé por Ayacucho unas diez cuadras. Llegando a la avenida Belgrano, paré en un kiosco frente a la parada de colectivos y busqué otra cerveza. Todavía estaba lejos y el calor vencía mi voluntad de seguir a pie. Me quedé allí aguardando el primer colectivo que apareciese; cualquiera sería el indicado para seguir alejándome de la histeria; durante el viaje decidiría en donde terminar mi huida y parar a reposar.
  El primero que apareció fue el 37, que ni siquiera intentó frenar, ya que venía repleto y a una velocidad escalofriante; conducido seguramente por un chofer desquiciado que le importaba muy poco la carga que llevaba; quizás imaginaba melones y sandías, cerdos o ganado en lugar de personas, lo cual no era una mala idea para romper todas las normas de tránsito, para coquetear con la fatalidad en cada cruce, en cada maniobra, y así cumplir con los absurdos y casi imposibles lapsos de tiempo de cada recorrido. Atrás venía el 12; lo tomé.
  Comenzó a avanzar por Combate de los Pozos unas cuantas cuadras y se me ocurrió un sitio a donde llegar, así que pregunté sobre el recorrido a una señora con aspecto disparatado que estaba sentada en frente mío; sus ojos desorbitados intentaron posar la mirada en un punto, en mis ojos o en mi cara precisamente, pero no hacían más que bailotear de un lado a otro. Me dijo que doblaba en Garay. Perfecto, justo ahí debía bajarme. 
  Mientras cruzaba la avenida no pude sacar la vista de las carpas de circo y de las cuatro puntas que coronaban a cada una; justo detrás de ellas, en segundo plano, se erigían las cuatro torres de Matheu y Brasil; hubiera deseado tener una cámara  para eternizar esa imagen. Me prometí volver para tomarla.
  Fui bordeando lo que se había convertido oficialmente en un predio circense, ahora enclaustrado tras unas rejas cuyo perímetro encerraba una extensa área. Mientras me iba adentrando en aquella enorme prolongación de pasto y tierra, pensaba que había sido una buena idea la de utilizar parte de aquel extenso campo para la instauración de un espacio artístico.
   Había recorrido unos doscientos metros cuando al fin cesé la marcha, mire a mi alrededor y deduje que ya me encontraba en el centro de aquel vasto campo, y entonces me dejé caer de espaldas sobre el pasto verde e irregular. Observé el cielo y las nubes amorfas que se proyectaban veloces sobre sus sendas infinitas. Aquella inmensidad lograba apaciguarme; cuando mis nervios de a poco se fueron desenredando decidí buscar el sosiego total, por lo menos en aquel momento. Me senté y saqué del fondo de mi bolsillo las últimas migajas de marihuana que me quedaban. Logré armar un cigarro austero pero efectivo; se trataba de una especia de alta calidad así que daría buen resultado. Comencé a pensar recuerdos mientras el dulce humo invadía mi garganta y luego escapaba en ligeras y estrambóticas formas.
  Lentamente empecé a sentir el efecto, siempre se precipitaba suavemente al principio, como una tímida caricia; luego, de forma abrupta, me veía sumido en lo más profundo de mi cabeza, flotaba en salvajes torrentes que me llevaban de un lado a otro sin parar, hasta que finalmente quedaba flameando entre cuestionamientos, imágenes e ideas que se desencadenaban desaforadamente una tras otra.
  Observaba el horizonte, hacia el lado de la calle Brasil, al tiempo que reconstruía en aquel vacío cada fragmento, piso por piso, del antes sobresaliente (y ahora ausente) edificio de la Cárcel de Caseros. Se me hacía imposible fijar la vista allí sin que apareciese su estructura como un veloz reflejo, para luego esfumarse así de veloz. Recordé también que cuando era más chico me quedaba como hipnotizado contemplando aquella mole que dominaba en la lejanía, y no hacía más que imaginar la gran cantidad de presos que allí convivían (si es que lo hacían, o por lo menos lo intentaban) y los episodios más violentos y desagradables que podían acontecer en las cavernas de su interior. También pensaba en los vecinos y sus disgustos al presenciar vaya saber cuántas situaciones repulsivas para sus tan saludables psiques.
  Al bajar de aquel alboroto de ideas y recuerdos, repentinamente se posó ante mí la imagen de Malena, como conducida por un raudo relámpago que quiebra un profundo y oscuro cielo que hasta entonces permanecía calmo. Allí estaban sus ojos decrépitos atravesándome de frente; y estaba también ese temblor en sus pupilas que desde hacía tiempo me provocaba una sensación intolerable. Me desesperaba al pensar en la aprensión que la poseía y que construía en su cabeza ideas enormemente descabelladas; no podía entender cómo lograba aferrarse más a una ilusión que a la propia realidad que se estrellaba contra su rostro día a día; yo más que nadie sabía que estaba siendo corrompida por una fatídica obsesión, pero siempre que intentaba demostrárselo mis palabras se esfumaban antes de que pudiesen ser digeridas por su razón; es que ya casi no la tenía.

                                                                    

  Al llegar a la pensión tantee mis bolsillos y no tenía la llave, putié. Pensé en el campito; seguramente habían quedado entre los pastos sobre los que me había tirado a reposar. Me alteré aún más. Necesitaba ver a Malena urgentemente, estaba convencido de que esta vez la haría entrar en razón; de cualquier forma tenía que cumplir con la promesa personal que me había hecho unas horas atrás. Busqué un teléfono para avisarle que estaba allí y que había perdido la llave. El décimo intento fue el último; nadie contestaba. Me quedé en la puerta y esperé a que alguien entrara. Me fui enardeciendo cada vez más, necesitaba expulsar esa enfermedad que me venía carcomiendo brutalmente, debía deshacerme de la perturbación que me venía acechando noche y día, segundo a segundo; no quería perder la cabeza.
  Subí corriendo las escaleras, llegué a la puerta y di los golpes característicos. No hubo respuesta. Me arrojé sobre el picaporte; estaba abierto y me precipité hacia el interior de la pieza. Sentí como mi medula comenzó a helarse al tiempo que un manto abrasador cubría el resto de mi cuerpo; mi corazón golpeaba violentamente y su eco atronador obstruía mis oídos; la habitación se balanceó suavemente de un lado al otro y apreté los ojos con fuerza. Los abrí nuevamente y era real. Claudio yacía en la cama con los ojos entreabiertos y con una triste mirada en ellos que no expresaba sufrimiento sino decepción; podía apreciarse el reflejo de ese dolor infinito, que trasciende lo meramente físico para instalarse en lo más recóndito del alma, del espíritu y del sentimiento. Esos fueron los rasgos de la última mueca que petrificó su rostro, escarchado por la fría tragedia del amor, mientras Malena a su lado le acariciaba los cabellos y repetía incesantemente que lo amaba y que estarían siempre juntos.       



R.Vásquez Acevedo



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