miércoles, 1 de junio de 2011

Palpitar

  Entonces salí y pude respirar. No pude, sin embrago, reavivar mi ánimo; sentía como mi alma, o ese mecanismo interno que se arraiga a nuestros nervios, a la carne; que palpita en nuestras venas y que se aferra a nuestros huesos y a nuestros músculos, seguía adormecido. Un rictus de amargura y desgano pesaba en mi cara, lo podía sentir pero no podía hacer nada. Mis pasos decididos, y con una presura maquinal, me alejaron de allí.
  Era media tarde y estaba acabado. Mis pensamientos me desgarraban por dentro; se arremolinaban salvajemente y arremetían impiadosos. Quería entenderlos, de verdad quería, pero no existía sentido alguno, no encontraba formas, no veía huellas que mostraran un rumbo relativamente claro. No podía distinguir ese surco estrecho pero a la vez nítido, que suele abrirse en el caos de mi mente. Los ojos de mi conciencia estaban abiertos de par en par, pero un manto de niebla los envolvía.
  Sin darme cuenta había caminado más de una decena de cuadras. Mis sentidos bregaban en pos de mi exorcismo, pero no alcanzaban el efecto preciso.
  Agarré un papel y comencé a escribir.
  “Los susurros me inquietan demasiado, un grito estrepitoso debería aturdirme. Debería aturdirlos. Nadie entiende muy bien lo que los rodea. Muy pocos se entienden a sí mismos. Los veo deambular, con sus rostros macilentos, que se traslucen debajo de esos velos grotescos, simulados. Los veo, no pueden ocultarse; todo es ficticio, todo es mentira. ¿Ellos lo sabrán? ¿Podrán ver realmente como son, lo que son? ¿Sabrán distinguir el escenario pomposo del brutal patíbulo?
  La peste ha caído sobre nosotros, la más terrible de todas. Nos hace languidecer en los aposentos de la conformidad y la tranquilidad; husmeamos tímidamente por la ventana y el temblor no nos conmueve, tampoco nos espanta nuestro reflejo. Helada, la sangre recorre nuestro cuerpo, y la inmundicia que respiramos nos adormece.”   


  R. Vásquez Acevedo 



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